Veamos, hay unas obras llamadas Babilonia, El organito, Mateo… (sigue la lista) atribuidas a un tal Armando Discépolo. Son cifras a la espera de ser desentrañadas y el instrumento idóneo para ese procedimiento es el cuerpo. Allí producen sentido, dignifican y esclarecen la materia de lo teatral en sentido estricto. Vivir el vértigo que implica transitar por cualquiera de esas experiencias-obra habrá sido siempre un suceso transformador. Son piezas bautizadas como grotescos. Lo grotesco es insuficiente como categoría, es condición perceptible pero exquisitamente huidiza.
Firmado por ese tal Don Armando Discépolo el grotesco funda un tipo ude actor: aquel que hace vivir una máscara quebrada en los sucesivos estadios hacia su estallido final. Se creyó alguna vez que por las fisuras de esa máscara estallada asomaba la verdad del rostro: el material revela hoy que lo que asoma es el caos que intenta sujetar la inutilidad de un gesto fijo, asoma el no-yo, la torpe iniciativa de adaptar el riesgo de la creación a la seguridad de una mueca social vacía. Y allí andan esas obras narrando el fracaso de las certezas. Un actor no puede abordar una experiencia de este tipo si busca la tranquilizadora estabilidad de un género canónico, la distancia de la ironía o la pose intelectual que muchas veces hoy puebla la escena. Lo grotesco no habilita un conocimiento transmisible, habilita un saber que se comparte sin púlpitos, sucios en el mismo rito la escena y el público…
Hay un destino trágico de lo argentino que aplica una y otra vez fórmulas escleróticas, extemporáneas, imitaciones burdas para dirimir las tensiones que nos ahogan. Dicha fatalidad tiene lugar al desoír necesidades, pulsos. Obviamente, deviene el fracaso y así estás obras son tan entrañablemente nuestras al asumir la dinámica descripta tanto en lo que tematizan, como en sus procedimientos.
Discépolo “es tan solo” un nombre usado para dar consistencia a un territorio expandido por la fuerza de su verdad. Textos que, en un oráculo criollo, son la acción de una esfinge vernácula que denuncia a través de su iluminación la oscuridad inmensa en la que se pronuncia la soberbia de los mediocres en connivencia con el oportunismo de los miserables.
De lo dicho, se desprende que me importa bien poco si siquiera existió la persona Armando Discépolo… aunque sobren testigos cercanos. Mucho más pueril me resulta la discusión de si su hermano era el autor de las obras. O si eran la síntesis de un Armando Apolo y un Enrique Dioniso. Me importa un pito si existió Shakespeare y celebro el Hamlet que le atribuyen. Un inglés sabrá qué significa montar la peripecia del príncipe de Dinamarca por lo que revela la cifra Hamlet. En el mismo camino descifro, intervengo, Stéfano (nuestro Hamlet, no exagero)… y los que integramos este colectivo de creación, quien más, quien menos, sentimos que ya no somos los mismos.
Guillermo Cacace. Publicado en diario Perfil el sabado 19 de julio de 2008.