STEFANO(1928-2008) LA DIGNIDAD DE UN TERRITORIO

Cada uno de nosotros habita diferentes cotidianeidades: las que podríamos llamar ordinarias y las que se inscribirían en otro orden de intensidad. En mi caso, el tránsito por estas segundas se lo adeudo principalmente al trabajo que realizo. Las cotidianeidades ordinarias invisibilizan tensiones. Las otras, en cambio, las descubren y propician movimientos de investigación y de aprendizaje en el territorio de la creación, ya sea actuando, dirigiendo o dando clases. Desde este lugar, y en los últimos tiempos, comencé a observar el fenómeno que hoy me convoca, porque la tarea con actores profesionales y en formación lo revela con claridad. Se trata de algo así como un miedo en la base del vínculo que nos propone el otro.

“[…] Pero los vínculos más inconfesables no hacen más que expresar de una forma más vívida, aquello que es toda ‘relación’ con otro: la afirmación de la exposición es testimonio de la fragilidad que somos, esa fragilidad que se hace cuerpo en los cuerpos ‘que se tocan’ en el límite […]”, dice Mónica Cragnolini en el Postfacio de La comunidad enfrentada, de Jean-Luc Nancy.

La consecuencia de estos vínculos es un régimen de soledad que invade el hacer. Estamos ante un actor protegido por un caparazón que anula su capacidad de reaccionar, de lograr la puesta en abismo con el afuera. Es decir, estamos ante la imposibilidad de que un factor externo al propio yo dispare la acción, el drama.

La vivencia de tal acontecimiento me impulsa a buscar procedimientos que ayuden a tematizarlo. Se me ocurre que si el miedo es a el otro, como dimensión subjetiva de la diferencia, de lo desconocido, hay que buscar casos testigos de esta relación con los otros. Se me impone buscar a el otro que evidencie este problema, que violente el acallamiento cotidiano donde se escamotea la manifestación de los signos de la tensión instalada. Se me ocurre explorar el campo de el otro cultural, el diferente por creencias, por procedencia, por los rasgos que afirman su existencia monstruosa. Se me ocurre también que si, además, ese otro ocupa un lugar marginal, la imposibilidad de convivir con su diferencia, como un reactivo, arrojará contornos aún más visibles. Así llega la imagen del extranjero, del inmigrante.

Hago teatro, a eso me dedico. Entonces rastreo el tema en la dramaturgia clásica nacional y veo que se han dado las condiciones para arriesgar, de una buena vez y como fuere, con el que considero el punto más alto de la literatura dramática argentina: Stéfano, de Armando Discépolo. Una pieza de exactos ochenta años. Imagino decirle a la obra: “Si me acepta como nieto, aunque preferiría la promiscuidad de ser su amante, celebremos juntos su aniversario.”

Si mi interés era poetizar el fracaso de lo vincular, llego a Stéfano. Y, a la vez que la obra me sumerge en tal deseo, lo excede, y me envía al terreno de una teatralidad tan depurada que es imposible que no se convierta en instrumento de una preocupación tan específica. Stéfano es la más pura consistencia de lo teatral: pulsión que convoca cuerpos a un combate actoral que el colectivo de creación agradece. Stéfano es trama que sucede solo ante la entrega. Es exigencia de reconocimiento a la sublime impronta del grotesco, que no es género ni categoría; es una condición que piezas como esta reclaman con justicia inapelable, para que produzcan sentido al ponerlas en escena.

Stéfano es un animal herido que en su oscura intimidad hecha luz sobre el fracaso de un proyecto de país. Es un material que ahoga en su lucidez, en su absoluta pérdida de todo tipo de esperanza. Lo vital de una obra de esta índole no reside en lo que nos acerca su anécdota. Lo vital es su existencia, como obra que historiza la valentía del gesto de su autor y que lo desaparece, e invita a un grupo como el nuestro a poner una obra en escena, por fuera de los márgenes de lo que se debe hacer.

Y, sea cual fuere el alcance que tenga la dimensión del intento, embarrarse en este campo nos permite un devenir pasional, porque actualiza en el cuerpo el para qué; es decir, habilita a parir la potencia de un orden de dignidad creativa.

Para los que conformamos el grupo Apacheta, Stéfano es fuga y proximidad al mismo tiempo con el tema de el otro y la imposibilidad de encuentro. Es por eso que, estrenada la obra, la sed no resuelta respecto de esta cuestión nos envía hacia una segunda etapa de trabajo. Se llamará Sangra, nuevas babilonias. Será escrita durante los ensayos y tratará de seguir investigando procedimientos que concurran a poetizar el dolor mudo de los lazos abortados.

Guillermo Cacace. Publicado en revista Leónidas en el mes de junio de 2008.